El Archipiélago Gulag, por Jordan B. Peterson (3ra parte)

A continuación presento en español la tercera parte de la introducción a la nueva edición en inglés del libro de Aleksandr Solzhenitsyn, El Archipiélago Gulag, que va a salir prontamente publicado. El reconocido psicólogo clínico Dr. Jordan B. Peterson gentilmente compartió el texto de la introducción que aquí publico en español. Esta es la primera parte. (original en inglés completo AQUI)

La doctrina de la identidad de grupo termina inevitablemente con todos los que se identifican como enemigos de la clase, el opresor; termina con todos aquellos indiscutiblemente contaminados por el privilegio burgués, disfrutando injustamente de los beneficios legados por esos caprichos de la historia; con todos procesados, sin tregua, por la corrupción e injusticia. “¡No hay misericordia para el opresor!” ¡Y no hay castigo demasiado severo para el crimen de explotación! La expiación se vuelve imposible porque no hay una culpa individual, ni responsabilidad individual, y por lo tanto, no hay manera de que el crimen del propio nacimiento arbitrario pueda ser considerado individualmente. Y toda la miseria que podría generarse como consecuencia de tal acusación es la verdadera razón de la acusación. Cuando todos son culpables, todo lo que sirve a la justicia es el castigo de todos; cuando la culpa se extiende a la existencia de la propia miseria del mundo, solo bastará el castigo fatal.

En lugar de eso, es mucho más preferible, y es mucho más probable que nos proteja a todos de una metástasis infernal, el declarar de manera directa: “De hecho, estoy arrojado de modo arbitrario en la historia. Por lo tanto, elijo asumir voluntariamente la responsabilidad de mis ventajas y la carga de mis desventajas, como cualquier otra persona. Estoy moralmente obligado a pagar por mis ventajas con mi responsabilidad. Estoy moralmente obligado a aceptar mis desventajas como el precio a pagar por el hecho de existir. Por lo tanto, me esforzaré por no caer en la amargura y buscar venganza simplemente porque tener menos que otros y cargar con una carga mayor que la de otros”.

¿No es éste incluso el punto esencial de diferencia entre el Occidente, con todas sus fallas, y los brutales y terribles sistemas “igualitarios” generados por una doctrina patológica como la comunista? Los grandes creadores de la república estadounidense eran, por ejemplo, cualquier cosa menos utópicos. Hicieron un inventario completo y tuvieron en cuenta la imperfección de la naturaleza humana, la cual es imposible erradicar. Tenían metas modestas, derivadas de la profundamente cautelosa tradición del derecho consuetudinario de Inglaterra (common law). Se esforzaron por establecer un sistema para que ningún tonto, ni corrupto, ni ignorantes como todos nosotros podría dañar demasiado. Eso es humildad. Eso es un conocimiento claro de las limitaciones de la maquinación humana y de las buenas intenciones.

¿Pero los comunistas, los revolucionarios? Apuntaron de manera grandiosa y admirable, al menos en la teoría, a una visión mucho más celestial, y comenzaron su búsqueda con la aplicación de la igualdad económica de una manera hipotéticamente sencilla y moralmente justificable. La riqueza, sin embargo, no se generaba tan fácilmente. Los pobres no podían simplemente enriquecerse. ¿Pero y las riquezas de aquellos que tenían algo más que el más pobre de los indigentes (sin importar cuán lamentable fuera ese “más”)? Eso podría ser “redistribuido”, o, al menos, destruido. Eso también es igualdad. Eso es sacrificio, en nombre del cielo en la tierra. Y la redistribución no fue suficiente, con todo su robo, traición y muerte. La mera ingeniería económica era insuficiente. Lo que también surgió fue el deseo verdaderamente totalitario de rehacer al hombre y la mujer como tales, ya que este era el deseo de reestructurar el espíritu humano en la imagen misma de ideas comunistas preconcebidas. Atribuyéndose a sí mismos esta habilidad divina, esta sabiduría trascendente, y con una creencia inquebrantable en un futuro brillante que siempre retrocedía, los novatos soviéticos torturaron, robaron, encarcelaron, mintieron y traicionaron, y mientras tanto enmascaraban su gran maldad con la virtud. Fue Solzhenitsyn y su El archipiélago Gulag el que arrancó la máscara y puso en evidencia la cobardía salvaje, la envidia, el engaño, el resentimiento y el odio hacia el individuo y hacia la propia existencia que latían profundamente.

Otros ya habían hecho el intento. Malcolm Muggeridge informó sobre los horrores de la “deskulakización”: la colectivización forzosa del exitoso campesinado de Ucrania y otros lugares que precedió a las terribles hambrunas de los años treinta. En la misma década, y en los años siguientes, George Orwell arriesgó sus compromisos ideológicos y su reputación para decirnos lo que realmente estaba ocurriendo en la Unión Soviética en nombre de la igualdad y la fraternidad. Pero fue Solzhenitsyn quien verdaderamente avergonzó a los radicales de la izquierda, forzándolos a pasar a la clandestinidad (donde se han escondido y han conspirado durante los últimos cuarenta años, sin haber podido aprender lo que toda persona razonable debería haber aprendido del cataclismo del siglo veinte y su utopía igualitaria). Y hoy, a pesar de todo, y bajo su dominio (del comunismo), ya casi tres décadas después de la caída del Muro de Berlín y el aparente colapso del comunismo, estamos haciendo todo lo posible para olvidar lo que Solzhenitsyn demostró tan claramente, lo que nos va a traer un gran y merecidamente peligro. ¿Por qué no todos nuestros hijos leen El Archipiélago Gulag en nuestras escuelas secundarias, como lo hacen ahora en Rusia? ¿Por qué nuestros profesores no se sienten obligados a leer el libro en voz alta? ¿Acaso no ganamos la guerra fría? ¿Acaso no estaban los cadáveres apilados lo suficientemente alto? (¿Qué tan alto, entonces, sería suficiente?)

¿Por qué, por ejemplo, sigue siendo aceptable, e incluso educado, el profesar la filosofía del comunismo, y si no es eso, al menos admirar la obra de Marx? ¿Por qué sigue siendo aceptable considerar la doctrina marxista como esencialmente precisa en su diagnóstico de los hipotéticos males del libre comercio y la democracia de Occidente? ¿Cómo es posible seguir considerando esa doctrina como «progresista» y adecuada para toda aquella persona compasiva y de pensamiento correcto? Murieron veinticinco millones de personas por la represión interna en la Unión Soviética (según el Libro Negro del Comunismo). Sesenta millones murieron en la China de Mao (y es muy probable el retorno a la opresión autocrática en ese país en un futuro cercano). Los horrores de los campos de exterminio de Camboya, con sus dos millones de cadáveres. En Cuba hay un cuerpo político apenas con vida, donde incluso hoy las personas sufren cada día para alimentarse. Tenemos el caso de Venezuela, donde incluso es ilegal atribuir la muerte de un niño en el hospital debido a la desnutrición. Ningún experimento político se ha intentado tan ampliamente, con tantas personas diferentes, en tantos países diferentes (con historias tan diferentes), y que haya fracasado de manera tan absoluta y catastrófica. ¿Es acaso la mera ignorancia (aunque sea del tipo más inexcusable) lo que permite a los marxistas de hoy hacer alarde de su lealtad continua, y presentarla como compasión y cuidado? ¿O es, en cambio, la envidia del éxito, en proporciones casi infinitas? ¿O algo parecido al odio por la humanidad misma? ¿Cuántas pruebas necesitamos? ¿Por qué seguimos apartando nuestros ojos de la verdad?

® Dr. Jordan B. Peterson

CONTINUARA…

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