Coronavirus, disturbios, totalitarismo y Nuevo Orden mundial

No se puede frenar la economía mundial de repente. No se puede pretender del día a la mañana dejar a la mayoría de la población sin trabajo. Porque eso es lo que ha ocurrido… Y por lo tanto no hace falta ser profeta para darse cuenta de que en unos días esto explota a nivel social. Y va a explotar de muchas maneras distintas: saqueos, robos, ataques armados. [nota: comienzan los saqueos en Italia y llamados a la rebelión] ¿Pero acaso los gobiernos no están expandiendo la agenda socialista para prevenirlo? Esta solución momentánea es simplemente imposible, porque las arcas no dan a basto. O peor, las arcas están vacías (por ej. el caso de Argentina, sumando a la deuda externa) o sus números dan negativo (como es el caso de Canadá, que antes de que comenzara la histeria del virus tenía un déficit de $26.6 mil millones de dólares…).   

El coronavirus ha sacado al mundo del pretendido orden en el que vivía y esto ha afectado a la gran mayoría de la población, sumiéndolos en una especie de caos interior, no sabiendo a dónde se dirige todo esto.

Thomas Hobbes

El caos social fue tema recurrente de la filosofía política en la Modernidad. El filósofo Thomas Hobbes (1588-1679) de hecho argumentó que la sociedad se dirige inevitablemente al caos y la destrucción. Esa visión del mundo y la realidad la dejó plasmada en un clásico de la literatura filosófico-política: El Leviatán (1651), un pesado libro de 47 capítulos.

La principal preocupación de Hobbes en esta obra fue el problema del orden social y político. Hobbes escribía en un contexto caótico, durante la Guerra Civil inglesa (1642-1651), que concluyó con la decapitación del Rey Charles I. Su oponente fue el terrible Oliver Cromwell, quien una vez tomado el poder rápidamente reemplazó el retrato del rey en las monedas con el suyo propio. Y Cromwell se auto proclamó a sí mismo “señor protector” (Lord Protector) mientras pretendía al mismo tiempo no ser un rey. Es decir, un rey pero con otro nombre…

Hobbes argumentó en su libro que los seres humanos pueden vivir juntos en paz y evitar el peligro y el miedo al conflicto civil y la guerra. Pero para eso, primero deberíamos dar nuestra obediencia absoluta a un “soberano” que no responda a nadie más (este soberano podía ser una persona o un grupo de personas con facultades para decidir cada cuestión social y política). De lo contrario, de no vivir bajo la autoridad absoluta del soberano, lo que nos espera es un “estado de naturaleza” que se asemejaría mucho a una cruenta guerra civil, una situación de inseguridad universal, donde todos tienen motivos para temer una muerte violenta casi segura y donde pretender recompensar la cooperación humana es casi imposible.

Dejando de lado la explicación de por qué es un error de Hobbes el ver la condición natural del hombre como un estado (en el sentido de situación) donde el hombre tiene derecho a todo porque no hay límites al derecho a la libertad natural, lo que él propone es lo siguiente. Debido a que por nuestra libertad ilimitada nos vamos a terminar matando los unos a los otros, tenemos que poner fin a este caos por medio de lo que él llama el “Contrato Social”, la renuncia a la libertad personal e individual a cambio de la seguridad social provista por el Soberano.  

Esta idea del “Contrato Social” de Hobbes fue retomada por Jean-Jacques Rousseau en su libro El contrato social (1762). Allí Rousseau argumenta que las leyes son vinculantes solamente cuando están respaldadas por la voluntad general del pueblo (la democracia). De ahí la frase de que “el hombre nace libre, pero está encadenado en todas partes”. Es decir, por el “contrato social” el hombre entrega su libertad. Pero a diferencia de Hobbes, Rousseau pintaba un cuadro paradisíaco de nuestra condición “natural y animal”, aunque concediendo que la humanidad había caído irremisiblemente de esa condición original. Para Rousseau, la caída del “estado natural” significaba que nos hemos convertido en animales sociales, morales, culturales, artísticos, racionales, políticos y esta es la razón por la cual somos miserables: hemos perdido nuestra simplicidad natural. ¿Qué podemos hacer para remediarlo? El liberalismo duro, el totalitario, simplificador, el que logra una sociedad sin distinciones ni diferencias, en otras palabras: el comunismo, para así contrarrestar la influencia corruptora de la sociedad y la propiedad privada. Esto nos llevaría más cerca del estado original de la naturaleza humana, como lo dice en otra de sus obras: Emilio o la educación (1762).

Rousseau

El pensamiento de Rousseau, representante eximio del liberalismo iluminista francés, es clave para entender la historia política posterior, hechos como la Revolución Francesa y, especialmente, entender el origen de las ideas de quien podríamos llamar su hijo intelectual: Karl Marx, quién unió las ideas del devenir histórico de Hegel con la idea de Estado de Rousseau, y dio lugar al totalitarismo comunista: el marxismo. También Rousseau es clave para entender esa frase repetida hasta el cansancio por el postmodernismo y el feminismo contemporáneo: “todo es construcción social”. Para remediar esas imposiciones sociales, Rousseau propuso la idea de un Estado Totalitario que nos lleve a la condición original.

El Estado totalitario es lo que los estadistas modernos tenían en mente. Marx lo entendió bien y sentó las bases políticas para realizarlo. Luego vinieron el Comunismo internacional, la Unión Soviética, Gramsci y el marxismo cultural, la Escuela de Frankfurt, el Postmodernismo, el feminismo radical y de género y el resto es historia… Así arribamos a una “nueva izquierda” alimentada por grandes capitales, como lo fue todo emprendimiento comunista del siglo XX, una especie de capitalismo al servicio de la izquierda.

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Si bien muchos de nuestros países no sucumbieron al terror comunista con todas sus garras, de hecho sí penetró la agenda socialista del bienestar a cambio de nada, del asistencialismo, de la mal llamada “justicia social”. Los políticos de turno usaron una y otra vez de las masas embrutecidas a cambio de falsas promesas que no eran más que sobornos para comprar los votos. Pero de hecho estos gobiernos nunca crearon un sistema eficaz para cumplir esas promesas y el modelo sobre el cual edificaron está cayendo a pedazos. Adoptaron en su momento la teoría monetaria moderna e imprimieron dinero a lo loco para tratar de cumplir falsas promesas, pero al mismo tiempo controlando la sociedad para evitar disturbios civiles. En Argentina, por ejemplo, están imprimiendo dinero para cumplir falsas promesas (la impresión aumentó un 7% en enero y no va a parar) y acaban de recibir 300 millones de dólares del Banco Mundial para supuestamente enfrentar la “crisis del coronavirus”. La realidad es que están usando el coronavirus para tapar una crisis económica gigantesca, y el préstamo es para cumplir falsas promesas de asistencialismo social para evitar, o al menos posponer, el estallido social que tarde o temprano se viene encima.

Ante una situación así, muchos gobiernos están desesperados ante el callejón sin salida al que los han metido sus propios principios ideológicos. No faltan los que piden una especia de gobierno mundial para enfrentarse a la realidad económica y médica a la que nos ha sumido el coronavirus… Gordon Brown, por ejemplo, el político inglés al centro del polémico “rescate financiero” de los bancos durante la crisis del 2008 justamente acaba de hacer un llamado a un “Gobierno Mundial”. Brown no es ningún tonto. Sabe bien que una vez que se forma algo, ya no se vuelve atrás. ¿Y qué tipo de mundo tendremos una vez que la “tormenta” pase?

Muchas de las medidas de emergencia a “corto plazo” se convertirán de hecho en parte de la vida diaria. Esa es la naturaleza de una “emergencia”. Antes de la Primera Guerra Mundial no existía el impuesto a la ganancia y lo que supuestamente fue una emergencia se convirtió en la realidad social: entregar hasta el 51% del sueldo al gobierno (como ocurre en Canadá). Decisiones que podrían llevar años de deliberación se aprueban en cuestión de horas y así países enteros sirven como conejos de indias en experimentos sociales a gran escala. Y el ser humano, que cuando tiene temor se debilita, ha aceptado estas imposiciones sin chistar, en parte por la histeria social causada por los medios de comunicación.

Hoy en día, el Estado Totalitario tiene un arma nueva: la tecnología y las nuevas herramientas de vigilancia. La KGB de antaño jamás hubiera soñado seguir a los 240 millones de habitantes de la Unión Soviética las 24 horas del día. La KGB dependía de agentes y analistas humanos, pero hoy en día los gobiernos cuentan con sensores, cámaras de reconocimiento facial y algoritmos que dan información detallada del paradero y actividades de cada uno de nosotros. Y encima se cierne el peligro del famoso ID2020, el chip electrónico subcutáneo diseñado por Microsoft y el MIT y promocionado por Bill Gates para que cada uno de nosotros tenga una “identidad digital” que certifique estar “libres” de coronavirus.

China, por ejemplo, monitorea todo celular inteligente y hace uso de cientos de millones de cámaras de reconocimiento facial y obliga a las personas a verificar e informar diariamente sobre su temperatura corporal y condición médica. Además, las autoridades chinas pueden rastrear los movimientos de cada uno y por lo tanto identificar las personas con las cuales uno ha tenido “contacto social”, incluso pasajero o por coincidencia.

También está el caso de Israel, donde el primer ministro Benjamin Netanyahu autorizó por un “decreto de emergencia” a la Agencia de Seguridad de Israel a desplegar tecnología de vigilancia normalmente reservada para combatir el terrorismo para ahora “rastrear” a los pacientes con coronavirus.

En los últimos años, los gobiernos han estado utilizando tecnologías cada vez más sofisticadas para rastrear, monitorear y manipular a las personas. Es por eso que creo personalmente que la situación del coronavirus va a marcar un hito en la historia de la vigilancia masiva. El Estado necesita controlar la sociedad porque las bases económicas sobre la que el Estado contemporáneo se ha construido se están desmoronando. El coronavirus no es más que la excusa perfecta hacia una transición dramática de la vigilancia incluso bajo la piel de cada uno.

© Pablo Muñoz Iturrieta 2020

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